I
Hacía
calor en la calle, aunque él ya estaba acostumbrado. Llevaba casi dos horas
paseando. Caminaba sin rumbo, no pensaba, no miraba, ausente él y todos sus
sentidos. Se acabó, se dijo a sí mismo, me voy.
Al
día siguiente madrugó, eran las siete de la mañana y la primera luz del alba
iluminaba tímidamente su habitación. No quiso desayunar, se vistió y se marchó,
sin más. El aire de la mañana le ayudó a despertarse del todo, y le reafirmó en
su deseo de marcharse. No podía más, no sabía qué quería hacer, no sabía cómo
acabaría, cuáles eran las consecuencias de esa decisión meditada durante más de
dos años y tomada en la mañana del día anterior. Dos años de paréntesis, dos
años abandonándose, dos años para tomar una decisión a la que sabría que llegaría
tarde o temprano. Sin nada más que una mochila y algo de dinero, se encaminó a
vivir su vida.
II
No sé qué le ocurre a Tomás,
últimamente le noto ausente, comentó Nico tras un sorbo de café, con poca
leche, como todos los días. A mí me pasa igual, ¿has hablado con él?, preguntó
Mario. No, no me he atrevido a preguntarle, ya sabes que es muy reservado. Nico
chasqueó la lengua. El caso es que llevo dos días sin saber de él, y empiezo a
preocuparme. No te preocupes, dijo Mario. Claro que me preocupo, ¿y si se ha
ido?
Nico y Mario estaban en la cafetería
que frecuentaban los tres para desayunar. Conocen a Tomás desde la infancia, pero
nunca han sabido qué se mueve dentro de su mente, de hecho, siempre han pensado
que ni el propio Tomás lo sabe. Lo achacaban a la muerte de su madre. Terminaron
sus cafés y sus cigarrillos, hoy pagaba Nico.
III
Llevo medio día de camino y no sé a
dónde me dirijo, pensaba Tomás, lo que le producía un cierto estado de euforia.
Tenía la sensación de que era dueño de su destino por primera vez en su vida. Decidió
parar en el siguiente pueblo para comer y descansar un poco.
Tomás tiene treinta y siete años, no
tiene estudios, ni tiene oficio. Hijo único, su madre murió cuando él tenía
once años. Lo que en ese momento no sabía Tomás es que también empezaría a
perder a su padre, que caería en una profunda depresión, apartándose sin
remisión de su vida y de su hijo. La librería que regentaban, fruto de la ilusión, del sueño, de la lucha
incansable y de la profunda pasión que su mujer y él compartían por la lectura,
pareció notar la amputación, la pérdida de un miembro, de una de las dos
fuentes de ilusión, sueño, lucha incansable y profunda pasión. No se sabe si la
librería arrastró al padre de Tomás o éste arrastró a aquélla, el caso es que
uno y otro morían un poco más a cada año que pasaba. La librería se apagaba y
Alfonso dejaba de ser padre. Tomás nunca quiso heredar el negocio, porque nunca
heredó la pasión por la lectura. Su padre, por contra, se iba encerrando cada
vez más en sí mismo, en su librería, apartándose de la realidad, de la pérdida
de su mujer, apartándose de un hijo difícil. La librería, mientras tanto,
absorbía cada vez más a Alfonso, exprimiéndole, como si, de esa manera,
compensara la pérdida de su otra fuente. Hace dos años que Alfonso cerró la
librería.
IV
Nico se acercó a la vieja librería, cerrada,
vacía, convertida en el recuerdo de un pasado mejor. En el piso de arriba vivían
Tomás y su padre. Llamó al telefonillo. Tomás no está, no ha dormido esta noche
aquí, respondió la voz de Alfonso, y es raro, añadió, nunca ha dormido fuera de
casa.
Nico, de la misma edad de Tomás, es
su mejor amigo, aunque él no lo sabe. ¡Este tío es tonto!, piensa.
Administrativo de banco, Nico es una persona sencilla. Vive en un piso
alquilado en el Centro. De vida tranquila, reparte su tiempo libre con sus dos
amigos y la música, su gran pasión. Siempre ha respetado a Tomás, pero nunca le
ha entendido. Nunca le ha preguntado, quizás por eso Tomás lo considera su
mejor amigo. Ahora que Tomás se ha ido, quiere preguntarle.
V
Al llegar a un pueblo y tras cinco
horas de camino, Tomás siente que va por buen camino. La cercanía del alimento
y del descanso es un resorte para su ánimo. Se convence a sí mismo de que va
obteniendo lo que quería, dejar lo que tenía. Comenzar una nueva vida. Con esta
idea, entró en el primer bar que vio. El aspecto de bar de carretera que le
confería su ubicación le hizo pensar que se encontraría con gente que, como él,
tenía un camino por recorrer, un sitio al que llegar. Fue decidido hacia la
barra. Empezaba a sentirse seguro, pero sobre todo, hambriento. Pidió un
refresco y un bocadillo de lomo con queso, que despachó con urgencia.
Satisfechas su hambre y su mente, decidió en ese instante que era el momento de
empezar a fumar. Empezar de nuevo supone adquirir nuevos hábitos, se dijo.
Perdone, ¿tiene tabaco, por favor?
Se acercó al camarero. ¿Qué fuma?, preguntó éste. Tras tres segundos sin saber
qué responder, decidió decir la verdad. La verdad es que nunca he fumado.
Pruebe uno de los míos si quiere, le aconsejó el camarero. Así puede saber si
le gusta o no antes de comprar una cajetilla. Si no le importa, preferiría
comprar tabaco, dijo Tomás con firmeza. Debí haber hecho caso al camarero,
pensó, mientras tosía con la primera bocanada de humo.
VI
Mario, he hablado con su padre, dijo
Nico. No sabe a dónde ha ido, pero tampoco le he notado preocupado. Bueno, pues
entonces esperemos un poco, aconsejó Mario. Colgó el teléfono y procuró, al
igual que el padre, no preocuparse.
Mario, dos años mayor que sus amigos,
aparenta sin embargo muchos menos. Siempre preocupado por su imagen, agota en
el gimnasio el poco tiempo que le permite su trabajo como comercial de
maquinaria industrial. Vive en una urbanización de las afueras, con piscina y
pista de tenis, que no utiliza. Su soledad es decisión propia, una imposición
hecha a sí mismo. Atractivo para el sexo opuesto, su intermitente relación de
seis años con una chica lo convenció de que no estaba hecho para convivir con
nadie, ya era difícil convivir consigo mismo. Mario tiene muchos miedos, pero no
sabe que todos parten del miedo a sí mismo.
VII
¿Se encuentra bien?, preguntó el
camarero. Tomás seguía tosiendo. Si, no es nada. Pagó y se marchó. Al salir del
bar, una bocanada de aire le repuso del ataque de tos. Notó que por primera vez
en mucho tiempo era feliz. Parecía que su pasado era un sueño, que se diluía a
medida que empezaba a tomar sus propias decisiones. ¿Por dónde voy?, por aquí
mismo, se dijo, sin importarle el rumbo.
Después de tres horas de camino, de
nuevo cansado, decidió sentarse en la sombra de una alameda que había en la
parte derecha de la carretera, cuya sombra invitaba al reposo. Sí, es lo que
quiero, se decía. Me voy a fumar otro cigarro… vaya, no tengo fuego.
VIII
Alfonso es un hombre triste, vive en
una profunda apatía. Ni siquiera el hecho de tener un hijo lo reenganchó a la
vida. Simplemente decidió no empezar de nuevo, y dejarse llevar por la
tristeza. La librería, su vida, no era para él más que el recuerdo perpetuo de
la ausencia de ella. Lector empedernido, Alfonso cambió. Lleva años sin leer.
Tras concluir su siempre exigua
cena, e imbuido en su melancolía, el padre de Tomás se disponía a acostarse en
la cama. El teléfono le sobresaltó. No está, ¿quién es? Necesito hablar con él,
es importante, pidió la voz de mujer que sonaba al otro lado. ¿Quién es usted?,
insistió. Eso no tiene importancia, respondió ella. No terminó de preguntarle por
su nombre una tercera vez cuando ella colgó el teléfono.
IX
En la cafetería de siempre,
desayunando, Nico no ocultaba su creciente inquietud a Mario. ¿Y si ha conocido
a alguien?, preguntó, ¿y si está metido en algún lío? No lo creo, respondió
Mario en tono de burla, procurando tranquilizar a su amigo. Tomás es raro,
añadió, pero no es de esas personas que se meten en líos. Seguramente, seguía
diciendo Mario, esté por ahí, pensando, ya sabes, siempre está pensando. Y ya
ves al padre, tú mismo viste ayer lo tranquilo que estaba. Ya sabes que Tomás
nunca cuenta lo que hace ni a dónde va, ni a nosotros que somos sus únicos
amigos, ni a su padre.
Quedaron en ponerse en contacto si había
alguna novedad. Hoy pagaba Mario.
X
Alfonso colgó el teléfono,
asombrado. Una mujer, preguntando por mi hijo, se dijo incrédulo. Empezó a
sentir un leve hormigueo en el estómago. La voz grave, rozando la exigencia, de
aquella mujer, parecía no mostrar verdadero interés por Tomás, sino tan sólo
por su paradero. Eso lo estremeció. No recordaba haber estado preocupado por su
hijo desde hacía mucho tiempo. Acostumbrado a su introversión, jamás vio la
necesidad de preocuparse por él. Él, en su mundo, y yo en el mío, como una especie
de norma de convivencia no escrita pero aceptada y respetada por ambos. Sin
embargo, ahora, Alfonso quería que su hijo volviera. La voz de la mujer
resonaba en su mente.
XI
¡Mierda, me he quedado dormido!
¡Mierda!, exclamó de nuevo Tomás. No tenía reloj. La noche era cerrada, y
supuso que era tarde. Por primera vez desde que inició la aventura tuvo miedo.
¿Qué hago?, se preguntó. Bueno, ¿es lo que quiero no? aventuras, concluyó para
animarse. Trató de situarse para encontrar el camino por donde vino, al
recordarlo, volvió sobre sus pasos. La soledad no le asustaba, llevaba muchos
años acostumbrado, tampoco la oscuridad del camino. Lo que le inquietaba era la
incertidumbre de su destino. Su vida se basaba hasta entonces en una completa
seguridad, en una rutina, sin complicaciones, sus amigos, su casa, su padre,
dejarse llevar. La decisión de marcharse abría en él un horizonte nuevo. Ya no era
un mero espectador que observaba el pasar del tiempo, ahora era actor, y desde
este momento interpretaba un papel, él era el personaje principal, pero el
escenario le era desconocido, totalmente nuevo. Con este pensamiento, caminaba
con la intención de improvisar, de marcar su destino a cada paso, lo que no
esperaba era que el destino se encontraría con él. A lo lejos vio los faros de un coche. El
coche disminuyó la velocidad al acercarse, entonces paró.
¡Es usted! dijo el camarero, que se
dirigía a su casa. ¿Qué hace aquí?, preguntó. Me he quedado dormido, respondió
Tomás, sonriendo, sintiéndose más tranquilo al ver una cara conocida. Ande
suba, si quiere le llevo.
¿Cómo
se llama?, preguntó el camarero. Tomás, respondió. ¿A dónde le llevo, dónde
vive? Déjeme en el primer pueblo que lleguemos, ya encontraré un sitio donde
pasar la noche. El camarero le miró extrañado, pero decidió no preguntar más.
Tomás le devolvió la mirada, y mostrándole un cigarrillo preguntó ¿Tiene fuego,
por favor?
XII
Alfonso apenas cenó, se sentía raro,
estaba preocupado, por primera vez en mucho tiempo algo le aferró a la
realidad. La realidad era que su hijo había desaparecido sin dejar rastro
alguno. Empezó a sentirse culpable, y este nuevo sentimiento para él le intranquilizó
aún más. Decidió echar un vistazo a la habitación de Tomás. Sencilla, con una
pequeña ventana cerrada a la derecha, una cama deshecha al fondo, con una mesita
de noche azul a su lado que sostenía varios cómics y una lámpara del mismo color
azul, cuya luz daba a la habitación un halo nebuloso, grisáceo, invadido de
soledad. En la otra pared un ropero abierto, con ropa desordenada, y olor a
sudor, a habitación no ventilada. Un póster de una casa de madera rodeada de
álamos decoraba la pared blanca y agrietada encima de la cama. Alfonso se
acercó a ese póster que su hijo colocó hace dos años. Nunca le preguntó el
motivo, porque pensaba que no había un motivo importante. Lo había visto
siempre de pasada, pero nunca se detuvo a observarlo. Al acercarse, vio escritas
dos palabras en la fachada de la casa, encima de la puerta principal: El
Refugio. Por un momento se quedó pensativo, pero era ya muy tarde y decidió
irse a dormir. Seguro que no pasa nada, se dijo. No pudo dormir.
XIII
Llegaron a un pueblo, en cuya
silueta de luces anaranjadas producidas por la iluminación de las calles
destacaba la torre de una iglesia, que parecía velar el sueño de sus
habitantes. Yo vivo aquí, dijo el camarero, y me temo que no va a
encontrar sitio donde dormir, no hay
hoteles ni pensiones, no es un pueblo muy turístico. No se preocupe por mí,
dijo Tomás, ya ha hecho bastante. Tras varios segundos pensando, el camarero
suspiró, resignado. A las afueras, en el polígono, tengo una nave, puede dormir
allí, hay una cama, algo de comida y una tele. Tomás aceptó el ofrecimiento. Demasiada
aventura por hoy, pensó.
Tomaron la carretera que circundaba
el pueblo, y tras pasar la zona del cementerio giraron a la derecha. Entraron
en el pequeño polígono industrial por la calle principal, tímidamente
iluminada. Al final de la misma estaba la nave. Tras abrir la puerta metálica
de color verde, ya medio oxidada, el camarero encendió las luces. La nave era
pequeña, llena de botelleros y cajas, y un tejado de uralita recién instalado.
A la derecha, un pequeño despacho con una mesa, una silla de oficina y una
lámpara. Frente a la mesa había un pequeño frigorífico, justo al lado del
mueble cama que el camarero abrió y preparó. Ya está lista, si quiere puede
coger mantas en el cajón del mueble, dijo. No sé cómo agradecérselo, dijo
Tomás. No se preocupe, mañana por la mañana vendré a verle, ahora descanse.
Tomás era feliz, el primer día acababa bien, y con ese pensamiento se sentó en
la cama. Al rato se dio cuenta de que seguía sin fuego.
La luz de la mañana se filtró por la
ventana del despacho e iluminaba el resto de la nave. Tomás comprobó que el
tejado de uralita estaba recién instalado. Se levantó y descubrió un pequeño aseo
frente al despacho. Una vez vestido, decidió salir de la nave para tomar un
poco de aire mientras esperaba al camarero. Ya había movimiento en el polígono,
el ruido de los coches se entremezclaba con el sonido de la gente
incorporándose a sus tareas diarias. Tomás se sentía más vivo que nunca, y
hambriento. Lo que no sabía es que pocos segundos después encontraría aparcado
un deportivo gris de tres puertas que le resultó muy familiar. Con un nudo en
el estómago se acercó y comprobó la matrícula. Era el coche de Mario.
XIV
El sonido del teléfono sobresaltó a
Alfonso, que rápidamente se levantó. Un escalofrío recorrió su cuerpo al
contestar la llamada, cuando volvió a escuchar aquella voz de mujer. ¿Quién es
usted?, suplicó Alfonso. Eso no tiene importancia, respondió. ¿Dónde está
Tomás? Alfonso tardó en contestar. No sé nada de él desde hace dos días, dijo.
¿Ha llamado a la policía?, preguntó la mujer. Aún no, pensaba hacerlo hoy,
respondió el padre, nervioso. No lo haga, ordenó ella. ¿Por qué no? A Alfonso
no le salía la voz. Porque él volverá, no hable con nadie. Dicho esto, la mujer
colgó.
Alfonso se vistió con torpeza, le
buscaré, pensó. Salió a la calle rápidamente. Al salir del portal, se quedó
mirando su vieja librería, suplicante, como si ahí estuviese la respuesta a sus
preguntas. Jamás había deseado tanto ver a su hijo, pero no sabía por dónde
empezar la búsqueda. De repente, notó que un rostro le miraba desde el
escaparate, se le encogió el corazón. ¿Sabe algo de su hijo? Alfonso se dio la
vuelta asustado, el rostro que vio era el reflejo de Nico.
XV
Tomás
corrió hacia la nave. Mi aventura no puede acabar aquí, ¡vaya suerte la mía!,
protestó. El camarero estaba en el despacho, acababa de llegar. ¿Qué le ocurre?,
preguntó, le noto asustado. Tomás recogió sus cosas atropelladamente. Debo irme
de aquí. ¿A dónde? No puedo decirle nada, debo irme ya. Dio la vuelta y salió por
la puerta. ¡Espere! oyó de lejos la voz de su samaritano, que se quedó inmóvil
en el despacho, incrédulo. Disgustado, se sentó en la cama, asimilando lo que
acababa de ocurrir. Sumido en esos pensamientos vio un papel en el suelo, extrañado,
lo cogió y observó que había escritos un número de teléfono y dos palabras. Las
leyó en voz alta: El Refugio.
XVI
La
presencia del coche de Mario hizo que Tomás se sintiera acorralado. Había
tomado una decisión, y no permitiría que nada se interpusiera. El camarero debe
pensar que estoy loco, pero no puedo quedarme con él. Mario puede aparecer en
cualquier momento. Efectivamente, apareció, saliendo junto a otro hombre de una
de las naves, y por la expresión de ambos debían de hablar seguramente de
negocios. Tomás se quedó inmóvil, sin saber qué hacer. Se acabó, pensó. Por
fortuna para él, una furgoneta aparcó a su lado, ocultándole. Decidió entonces
que esta era su oportunidad, y reemprendió la carrera. De todos los polígonos
que hay en este jodido mundo, Mario ha tenido que venir a hacer negocios
precisamente a éste, pensó, enojado.
XVII
¿Sabe algo de su hijo?, repitió
Nico. Alfonso, aún aturdido tras el susto respondió, no, no sé dónde puede
estar. Permanecieron unos instantes en silencio. ¿Y qué hacemos?, preguntó
Nico. Entonces Alfonso decidió hablarle de las llamadas de aquella mujer. No sé
quién puede ser, comentó el amigo de Tomás, pero tiene pinta de saber algo que
nosotros no sabemos. ¿Y si avisamos a la policía? No, respondió Alfonso, la
mujer me dijo que no hablara con la policía. Me dijo que volvería. En ese
momento sonó el teléfono de Nico. He visto a Tomás, escuchó, era la voz de
Mario, parecía que huía de algo, he dado aviso a la policía. ¿Qué pasa?,
preguntaba Alfonso, desesperado. Nico miró a al padre de Tomás, cuya mirada
imploraba una respuesta esperanzadora. Nos vamos, respondió Nico, Mario le ha
visto.
XVIII
El camarero esperaba que alguien
respondiera al teléfono, tras el cuarto tono escuchó la voz grave de una mujer.
Buenos días, ¿Conocen a un tal Tomás?, preguntó. ¿Quién es usted?, respondió la
mujer, ¿desde dónde llama? ¿le ha visto? Durmió aquí esta noche, dijo el
camarero. ¿Lo conoce?, añadió. Necesitamos encontrarle urgentemente, ¿está con
usted?, ¡dígame dónde está!, exigió la mujer. Se marchó hace un rato, estaba
nervioso y no dio explicaciones, respondió Juan. ¿Cómo ha dado con este
teléfono? Estaba escrito en un papel que encontré en el suelo, se le debió caer
al marcharse. Nada más darle las señas de la nave la mujer colgó el teléfono.
En ese momento el camarero sintió que no debía haber llamado a ese teléfono. ¿Qué
está ocurriendo aquí?, se preguntó. La voz de la mujer no le inspiraba
confianza, y su tono grave y exigente lo inquietó. Decidió avisar a la policía.
XIX
Una vez hubieron aparcado, Mario se
acercó al coche, le acompañaban dos agentes de policía. ¿Sabes algo más?,
preguntó Nico. Han visto a un hombre saliendo del pueblo, corriendo, respondió.
¡¿De qué huye?! Exclamó Alfonso, aterrado, ¡¿qué le ocurre a mi hijo?!
XX
Tomás decidió descansar, el sol ya
se imponía en el cielo despejado, hacía calor, pero él estaba acostumbrado. Se
dirigió por un camino de tierra que salía de la carretera y acababa en una
pequeña alameda, muy parecida a la que le sirvió de descanso el día anterior.
Una vez sentado, escuchó la voz de la mujer. Sabía que vendrías aquí, dijo,
siempre la sombra del álamo ¿verdad?, como en casa, añadió. Alarmado, se
levantó rápidamente, ¿qué haces aquí?, preguntó. He venido para llevarte a casa
Tomás. ¡No, El Refugio no es mi casa!, exclamó. ¡Si no es por las buenas,
tendrá que ser por las malas! La mujer sacó una jeringuilla del bolsillo, no me
gusta hacer esto Tomás, dijo, pero no me das más opción. ¡No!, gritó Tomás, y
dando la vuelta para salir corriendo chocó con dos hombres vestidos de camisa
azul y pantalón oscuro. ¡Soltadme! Los dos hombres le tenían agarrado por los
brazos, y ella se acercó lentamente con la jeringuilla en la mano. La mujer
adquiría un tono conciliador. Estás nervioso Tomás, debes tranquilizarte, sabes
que tus hermanos te esperan con los brazos abiertos, sube al coche con nosotros
y olvidemos todo esto. Tu vida está con nosotros, en El Refugio. ¡No sois mis
hermanos! De repente, dos coches se acercaron, la policía había llegado. ¡Vamos
rápido, subidle al coche!, ordenó ella. Con el forcejeo Tomás consiguió zafarse
de los dos hombres que lo sujetaban, y corrió hacia sus salvadores. Cuando los
dos hombres iban tras él, la mujer les gritó ¡dejadle, y marchémonos! Al
dirigirse a su coche, vio que éste ya no estaba solo, había dos agentes de
policía custodiándolo. Mientras tanto, Tomás vio que de uno de los coches de
policía salían Nico, Mario y su padre. Cayó de rodillas y empezó a llorar.
XXI
En una de las salas de la comisaría,
Tomás y su padre estaban solos. Lo siento papá. Calla, no digas nada. Se
abrazaron. No sé cómo me dejé convencer, parecía que daban sentido a mi vida
pero... Calla, no hables, le repitió su padre, las lágrimas recorrían sus
mejillas. Nico y Mario entraron en la sala, han detenido a todos. Tomás sonrió,
¿un café?, sugirió, hoy pago yo. Cuando salían de la sala, Tomás sujetó el
brazo de su padre y, apartándolo de sus amigos le miró a la cara. Papá, debemos
abrir la librería dijo, y tiró la cajetilla de tabaco en la papelera.